“No te asustes, pequeña”, susurró la niña suavemente, su voz apenas más fuerte que el susurro de las hojas a su alrededor. Se había topado con el perro callejero mientras deambulaba por el bosque; su pelaje enmarañado y su cuerpo demacrado contrastaban marcadamente con la vibrante vida del bosque.
Los ojos del perro, aunque llenos de un rayo de esperanza, evitaron su mirada, reflejando años de temor y miedo. A pesar de su cautela, la niña no se rindió. Se sentó a una distancia respetuosa, ofreció trozos de comida y habló en voz baja, permitiendo que el perro se acostumbrara a su presencia.
Su paciencia y bondad inquebrantable gradualmente destruyeron las paredes de miedo que rodeaban el corazón del animal. Con el tiempo, el perro comenzó a acercarse cada vez más, atraído por la calidez de su voz y la sinceridad de sus ojos. Cada día, el vínculo entre ellos avanzaba, pasando de una confianza cautelosa a un compañerismo profundo.
Mientras la niña se preparaba para salir del bosque por última vez, susurró: “Te deseo una buena vida, perrito”, y sus ojos se llenaron de lágrimas de alegría y tristeza.
El perro, que ahora estaba a su lado meneando la cola, había encontrado un nuevo sentido de esperanza y pertenencia, todo gracias al corazón gentil de una niña que se preocupó lo suficiente como para acercarse y marcar la diferencia.